Llallagua tiene en una de sus plazas -no son muchas, creo que grandes sólo tres- un monumento a la minería. El único que recuerda su tan honda identidad minera alude a símbolos foráneos: una palliri con la oz blandida en la mano izquierda y un minero con un martillo cuadrado y sin punta en el otro extremo. Al medio de ellos y elevando un libro, cuyo título no es visible, se yergue una suerte de modelo mestiza en un ceñido traje parecido al que usan las estrellas de las películas cuando quieren mostrarse elegantemente sexies.
Los más bondadosos me dirán que se habían entretejido todos los símbolos de resistencia y lucha obrera en ese monumento. Los menos, dirán "y ¿qué diablos tiene una cosa que ver con la otra?”.
Lo cierto es que el único monumento que recuerda la raíz minera de este poblado tiene el mismo grado de alienación que la lectura del Pato Donald que hacía Matelart. Sin embargo, y debo rescatarlo, es el único monumento al minero en el centro minero de Llallagua.
Rescato el tema, pues lo verdaderamente asombroso es que en plena plaza principal aún está en pie un edificio (el hotel Llallagua) que ha vivido más de 102 años y resguarda mil y un historias que contar.
Claro que eso lo descubres solo si pasas algunas horas conversando con la actual dueña, porque de lo contrario ni te enteras. Ni una placa , ni un letrero y menos una reseña histórica.
Cuántas casas así habrán visto el nacimiento y el ocaso de los señores del estaño, habrán salvado de una que otra bala durante la Revolución del 52 y nadie sabe nada de ellas. Son paredes que guardan una historia que nadie ha querido recuperar.
Es aún mayor la desazón cuando uno pasea por las calles de la Catavi minera. El teatro se adivina claramente por su imponente arquitectura y el rótulo sobre la piedra imposible de borrar, pero luego sólo algunos conocedores pueden contar al visitante qué edificio era qué.
El antiguo hospital alberga sombras tras sus vidrios rotos a pedradas, la pulpería es un esqueleto que pronto se podría venir abajo, la gran panadería casi apenas es ya visible y las casas de los ingenieros parecen deshabitadas, aunque algunas aún están bien cuidadas.
Husmear por las ventanas de aquellas casas te pone los pelos de punta, no sólo porque pareces inmerso en un cuento de terror y sientes recorrer por la espina dorsal ese airecito tenebroso presagiando el encuentro con algún espanto, sino porque ves las reliquias cayéndose y resistiendo al tiempo y al olvido en medio de asentamientos humanos improvisados, a los que les falta sólo armar la carpa en medio del salón de baile para conseguir un cuarto más.
¿Qué habrá impedido que todo ese poblado se convirtiera en el gran museo de la minería boliviana? No se puede dar una respuesta.
Y es que el olvido no sólo viene desde ahora sino desde siempre. Una vez que se secaron las minas, se secó todo, hasta la memoria histórica.
Recordamos en libros todo el periplo de los mineros y la minería y, según sean las visiones ideológicas, aprehendemos los conceptos morales de esa historia.
Que si eran explotadores o corajudos pioneros; que si la minería traía o no beneficios al país, que solo dejaban las colas y lo demás se iba a Londres… en fin.
No importaría, si el rótulo del teatro construido por Patiño dijera: "aquí solían darse cita los burgueses para representar el decadente arte de la oligarquía”, lo importante es que dijera algo.
El campo de Golf está loteado, por lo que en Catavi ves una construcción en ruinas que dice "Catavi Golf Club” y si nadie te cuenta que eso era lo que era, piensas que te metiste en un cuadro de Dali.
La desolación de los relojes derretidos es igual a la de este poblado con tanta riqueza histórica y sin memoria.
Quizá el pueblo que más se recuerda es Siglo XX , donde, en la plaza hay por lo menos dos bustos que cuentan algo de historia desde la perspectiva sindical.
Pero al levantar la vista y ver el imponente edificio de la federación de trabajadores mineros, a oscuras, abandonado y apoyado en una hilera de tienditas que han convertido sus oficinas (las que dan a la calle) en peluquerías, barcitos o venta de vídeos pirata, uno se da cuenta que la desmemoria ha alcanzado también a Siglo XX en pleno siglo XXI.
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