Santa Cruz: Es la laguna donde en 1980 el régimen militar extraía ilegalmente piedras semipreciosas. Hoy, la empresa privada las explota.
Roberto Navia Gabriel / El Deber.- La única vez que el Estado marcó una fuerte presencia en La Gaiba fue en 1980, cuando el Gobierno de Luis García Meza entró en la zona a explotar ilegalmente las piedras semipreciosas guardadas en el vientre de sus colinas. Treinta años después de ese saqueo, aquel punto geográfico ubicado en la provincia Ángel Sandóval, a 700 kilómetros al este de la ciudad de Santa Cruz, en la misma frontera con Brasil, es un lugar caliente donde el Estado casi no existe, donde los caminos quedan anegados con una lluvia leve, donde navegar por la bahía significa jugarse la vida y donde llegar o salir en una avioneta es un lujo y hasta tema de ciencia ficción.
La Gaiba es una laguna ancha y larga entre Bolivia y Brasil que forma una frontera acuática de 10,8 kilómetros. Ese espejo de agua está tendido en la “colita” del Pantanal y cuenta con una superficie de 98 km², la mayor parte (52 km²) está en Bolivia. Pero es más que eso. Informes del Gobierno revelan que ahí existen no sólo piedras semipreciosas, sino también la posibilidad de encontrar diamantes. Eso sí, tan grande es la reserva y abandonada como está, que el Gobierno no sabe cuánto de esa riqueza se está explotando en la actualidad.
Lo que sí se sabe es que existe esa reserva de piedras semipreciosas instaladas en el estómago de varias montañas y donde actualmente por lo menos cinco concesiones mineras del empresariado privado las explotan y las exportan al mercado de China. La Gaiba también es el refugio de Aparecida Sosa (45), una viuda con sus 14 hijos y sus tres nietos y el recuerdo de su esposo, Pedro Aponte (58), que naufragó hace tres meses aguas adentro.
El Deber llegó hasta la misma falda de la laguna, se metió en ella y caminó por los rincones de esa región, que está a 150 kilómetros de la carretera bioceánica (que conecta a Puerto Suárez con Santa Cruz), pero, irónicamente, alejada de los servicios básicos del mundo moderno y donde ingresar en época de lluvia es imposible. También se metió a los socavones, evidenció cómo se explotan las piedras semipreciosas y habló con un empresario y con esos hombres que llegaron a trabajar alejados de lo que ellos llaman el mundo civilizado.
La noche anterior había llovido y el barro negro acumulado en algunos rincones de la ruta de tierra —desde El Carmen Rivero Torres hasta La Gaiba, (150 km)— se convirtió en una muralla infranqueable.
Cuando esto sucede, la gente de la zona ya sabe que uno de los pocos que consiguen pasar triunfante aquel lodo negro es Jairo Menacho, ese hombre macizo que con su jeep Suzuki, blanco y sin asientos traseros, sale airoso de todos los 35 pozos “pantanosos” que hay a lo largo de la ruta. Jairo maneja con las dos manos apretadas en el volante y cuando aparece una brecha apunta con la derecha: “Por allá se va a una mina donde hay las famosas piedras”, dice y después de seis horas de bregar en el camino se topa con una tranca de palo y con dos soldaditos que llegaron de zonas heladas a una caliente. Son los hombres de la Fuerza Naval que están ahí desde hace cinco semanas después de una notable ausencia militar en aquella frontera.
En realidad, los hombres que custodian La Gaiba son 13 uniformados. El alférez Javiner Noriea Barriga dice que el Gobierno ha instalado esa base para impedir que el contrabando de madera, de mercadería y el narcotráfico sigan circulando libremente y para evitar que pescadores furtivos dañen el ecosistema de la laguna. Pero hay algo más que motivó a que la institución militar marque su huella en esa zona casi inhóspita: evitar que las barcas que surcan la laguna se lancen a las aguas sin los debidos instrumentos de navegabilidad.
El viernes 3 de septiembre, a las once de la mañana, una lancha a motor fuera de borda fue derribada por una ola y sus seis ocupantes (guardaparques) cayeron al agua. Cuatro de ellos murieron y de sólo dos encontraron sus cuerpos. Uno de los que perecieron fue Pedro Aponte, el padre de la única familia que vive a orillas de la laguna, esa que tiene 14 hijos y tres nietos. Su familia es el fiel reflejo del abandono estatal. Don Pedro Aponte, hasta antes de morir, era el único centinela de la patria. Con su canoa a remo patrullaba las aguas, sin que alguien se lo pida, para evitar que pescadores llegados de Brasil y del interior de Bolivia saquen la riqueza animal. Cuentan sus hijos que observaba en silencio cómo el tráfico de sustancias ilícitas navegaba las aguas hasta perderse en Brasil. Pero a cambio, de Bolivia no recibía nada. Más bien, el Gobierno de Brasil es el que les continúa regalando cada tres meses alimentos que en La Gaiba son difíciles de conseguir.
Desde la muerte de don Pedro, en La Gaiba flamea la bandera nacional y la wiphala, pero los barbechos continúan de pie en la pista de 700 metros por donde, según datos de 1980, se sacaban cada día 4.000 kilos de piedras semipreciosas en seis avionetas que iban a Puerto Suárez y a Corumbá. Los vestigios de aquella presencia militar están en las tres edificaciones de ladrillos que siguen de pie. Una de esas casas ha sido refaccionada y ahí duermen los soldados, en otra que aún está en ruinas han hecho su comedor y al frente queda la que se encuentra en peor estado: sin techo y con la fachada hecha jirones.
La familia de don Pedro no siente aún los beneficios del puesto militar. Los 14 hijos, cuyas edades van desde los 25 años hasta un año, siguen comiendo una vez al día y curándose con infusiones de hierbas.
Hugo Marancenbaun vive a 9 kilómetros de la laguna. Él trabaja en la agricultura y en la actividad minera. Desde hace tres años dice que está explotando la mina Yurutí, un cerro de 110 metros de alto y del que cuando el yacimiento está en producción mensualmente saca 20 toneladas de material, y afirma que lo está haciendo conforme a ley, regido por el Código de Minería.
En La Gaiba cada quien carga con su propia cruz. El empresario Marancenbaun, para sobrevivir en esa espesura olvidada, se abastece con comida y materiales de trabajo antes de que lleguen las lluvias.
Aparecida viuda de Aponte y sus 14 hijos están desabastecidos todo el año y las pirañas son el único alimento seguro que tienen y desconocen que debajo de sus pies, en las profundidades de la tierra, está guardada una riqueza minera incalculable.
Un naufragio desnudó la precariedad
A las 16.00 del 3 de septiembre, Pedro Aponte les dijo a los cinco náufragos que flotaban en las aguas de la laguna La Gaiba que estaba agotado y que ya no aguantaba más... luego se dejó llevar por el agua y por la muerte. Pedro Aponte Moreno tenía 58 años de edad y con su muerte La Gaiba se quedó sin su único centinela voluntario. Allá, en esa esquina de la patria, su viuda, Aparecida Sosa (45), lo describe como un hombre menudo, moreno, de mediana estatura, achinado, risueño y dueño de unos bigotes a lo “Shaolín”.
No era un hombre rico en bienes materiales. Sólo tenía 25 vacas, un espacio de tierra para sembrar yuca y maíz y una lancha a remo en la que se lanzaba a las aguas a pescar pirañas, esos peces de dientes filosos que terminaron comiéndole uno de sus brazos el día de su muerte. Pero él sí era rico en otra cosa. Fue “ducho” a la hora de traer niños a este mundo. En total tuvo 18, 14 de ellos con Aparecida Sosa, la mujer morena que nació en una finca de Brasil y que empezó a amamantar desde los 20 años y que, incluso ahora, después de haber quedado viuda, lo sigue haciendo, porque Sarita, su última hija, apenas tiene un año de vida.
El sábado 4, al otro día del naufragio, Josué, su hijo de 10 años, caminó nueve kilómetros para pedirle ayuda a Hugo Marancenbaun, el empresario ganadero y minero que vive en la hacienda Mirin. El domingo, Marancenbaun se montó en una lancha a motor y junto con él subió Josué. Empezaron a navegar a las 07.00 y dos horas más tarde divisaron a dos hombres en calzoncillos que aleteaban con sus manos en una isla menuda. Eran dos de los guardaparques que sobrevivieron al naufragio. Uno estaba con el estómago quemado por la gasolina del motor de la lancha y el otro tenía el mismo problema, pero en una de sus piernas. Ellos fueron los que contaron que don Pedro se había despedido antes de dejarse llevar por el agua y por la muerte.
Don Pedro era el conductor voluntario de la lancha y con él iban cinco guardaparques a verificar si en la laguna había pescadores furtivos. De los seis tripulantes murieron cuatro. Sólo se encontraron los cuerpos de don Pedro y de Donato Bejarano. Hasta ahora se desconoce el paradero de Eladio Tacuchaba y de Narciso Soliz. Este último tenía 25 años, vivía en la comunidad La Palma, a 80 km de La Gaiba, y había ingresado a trabajar en mayo pasado. Victoria Centenaro Rodríguez es su madre. Ella tiene 58 años y el día en que le avisaron que su hijo había naufragado se quedó muda. Ahora ya habla pero su voz la utiliza para pedir ayuda para la búsqueda de su hijo al que vio salir de casa el jueves 2 de septiembre con su bolsoncito en la mano.
La pobreza está metida en todos los rincones de la vivienda del fallecido Pedro Aponte. La situación es tan extrema que para enterrarlo tuvieron que sacar las tablas de la casa para armar un ataúd rudimentario. A él no lo enterraron en La Gaiba porque ahí no hay cementerio y hasta antes de él, que la familia se haya enterado, no había muerto nadie en la zona. Por eso lo llevaron a Puerto Gonzalo, un rancho que está a 35 minutos de ahí y donde sí hay un cementerio.
En La Gaiba tampoco existen los beneficios de los bonos Juancito Pinto y nunca ha llegado el programa Operación Milagro, el plan de alfabetización Yo sí puedo ni el seguro de salud materno infantil. Ni la cuarta parte de los hijos de don Pedro sabe leer ni escribir, y tres de los 14 no tienen certificado de nacimiento ni documento de nacido vivo. “Es que a 13 de ellos los tuve en mi casa”, dice Aparecida, la viuda que tiene que alimentar a 14 bocas todos los días.
Son las diez de la mañana y Josué, el de 10 años, está chupando una manga que no ha madurado. Está callado y uno de sus hermanos dice que casi no habla desde el día en que escuchó que su padre, cansado como estaba, decidió dejarse llevar por las aguas para encontrar la muerte.
Para destacar
La Gaiba es una laguna ancha que se ubica entre Bolivia y Brasil que forma una frontera acuática de 10,8 kilómetros.
Esta tendida en la “colita” del Pantanal y cuenta con una superficie de 98 kilómetros cuadrados, la mayor parte está en Bolivia.
En el sitio, actualmente se encuentran 13 uniformados que fueron enviados por el Gobierno para cuidar la frontera.
No sólo eso, también están ahí para impedir el contrabando de madera, de mercadería y del narcotráfico por las aguas.
Además, para evitar que las barcazas que surcan La Gaiba se lancen sin los debidos instrumentos de navegabilidad.
El 3 de septiembre, una lancha a motor fuera de borda fue derribada por una ola y fallecieron cuatro de sus seis tripulantes.
Uno de los fallecidos fue Pedro Aponte, quien era considerado el centinela de ese sitio que alberga una riqueza incalculable.
“El Estado aún no controla La Gaiba”
El director de la Agencia para el Desarrollo de las Macrorregiones y Zonas Fronterizas, Juan Ramón Quintana, habla del tema.
—¿Cuál es la importancia de La Gaiba para el Estado?
—Hay un eje que es fundamental ahí: Santo Corazón-La Gaiba. Es clave. Alrededor de ese eje los estudios geológicos van describiendo riquezas mineralógicas muy importantes. Probablemente hasta el día de hoy no se conozcan los reservorios que tiene. Hay informes que dicen que existe potencial de níquel, de piedras semipreciosas con la posibilidad de encontrar diamantes; están los minerales de altísimo valor y es una zona aurífera. Esto se convierte en un eje estratégico para el Estado. No podemos descuidarlo. Estamos planificando una presencia mucho más sólida ahí... Se tiene que desarrollar una capacidad institucional del Ministerio de Minería en esa región. Deberíamos tener una Comibol (Corporación Minera de Bolivia) para toda la región...
Si sigue olvidada y sin programas y proyectos mineros gubernamentales y departamentales, será saqueada y explotada ilegalmente
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