Carlos Mamani ya no duerme como un bebé. Sus noches son un nido de arañas y los sobresaltos en su cama de minero glorioso lo despiertan transpirado y con los ojos prendidos en el techo de esa la casa de pobre que tiene en la calle Padre Negro de Copiapó (Chile). La vida de este minero boliviano, que es uno de los 33 sobrevivientes de Atacama, ya no es esa música suave que era hasta antes del 5 de agosto, cuando la mina San José lo capturó en sus entrañas.
Carlos Mamani Solís sabe que tocaré su puerta a las 15:00 del martes 7. También sabe que tengo la misión de traerlo a Santa Cruz para que reciba la Flor del Patujú, ese galardón de bronce que EL DEBER entrega a los personajes del año. Yo también sé que puedo fracasar en el intento porque el miércoles 8, un día antes de la ceremonia en el Diario Mayor, Carlos Mamani será nombrado ciudadano ilustre de Chile, que bautizará a su hija Emily, y que el sábado 11 tiene agendado un viaje a Inglaterra para ver jugar al Manchester United. Además, sus citas con el médico que resguarda su salud pueden ser una piedra en el zapato a la hora de abordar un avión.
Pese a ello, el martes, a las 15:00, Carlos Mamani abre la puerta de su casa y duda si hará pasar a su visitante. “No hay en qué sentarse”, dice, parco, con sus ojos achinados a medio abrir porque acababa de despertarse. Después, en una galería cubierta por una tela transparente, habilita una madera vieja y la convierte en una banqueta improvisada y cómoda.
Mientras repasa su agenda de compromisos, el minero de 25 años de edad y nacido en La Paz, padre de Emily, de un año y seis meses, y esposo de Verónica Quispe, hurga sus propios rincones y revela que últimamente está viendo algunas cosas extrañas. No dice que son fantasmas, pero sí que son algunos bultos oscuros que se mueven como si fueran unos pilluelos y que cuando él quiere darles alcance se hacen añicos. Mamani está traumado, pero no loco.
Los médicos que le puso el Gobierno de Chile le han dicho que se trata de un cuadro natural que se prende en quienes estuvieron sometidos a situaciones extremas. Así, lo que está viviendo Carlos y otros mineros del grupo de los 33 es un trauma natural por haber sido reclusos de la tierra y entre las posibles reacciones están el insomnio, la crisis de ansiedad, la angustia, la depresión, la irritabilidad o las pesadillas.
Hay una persona que es el remedio preferido de Carlos Mamani y que tiene más poder que cualquier médico de cabecera. Verónica Quispe, su esposa desde hace cuatro años, orureña de nacimiento, es la mujer que hace las veces de su centinela, de su faro que lo conduce a puertos seguros. Así, en las últimas semanas ha sentido que sus sueños están llegando puntuales en las noches y que los bultos están desapareciendo poco a poco.
El minero boliviano, que fue reconocido como héroe por el presidente chileno Sebastián Piñera en La Moneda, quiere que Bolivia también sepa que la tragedia de la mina no lo ha convertido en un hombre millonario como muchos creen.
Sus ingresos económicos incluso han mermado porque ahora, como está con baja médica, no puede trabajar, y por eso el Gobierno le da una pensión que es sólo el 50% de lo que él ganaba por trabajar dentro de los socavones.
Algún golpe de suerte le ha caído el miércoles pasado. Al mediodía hizo bautizar a su hija Emily en la iglesia del barrio Pedro León Gallo y el padrino de la niña ha sido el magnate Leonardo Farcas.
El empresario minero le ha regalado una cuenta en el banco para que sea utilizada en los gastos que demandará sus estudios universitarios.
Los esposos Mamani le prepararon un almuerzo al magnate en un restaurante del centro de Copiapó y algunos invitados contaron que Farcas obsequió al músico que amenizaba el evento cerca de $us 2.000 y a los mozos les dio una propina de 200 dólares a cada uno.
A las seis de la tarde de aquel martes 7, Carlos Mamani, sentado en la banqueta improvisada y cómoda, tomó la decisión de priorizar el viaje a Santa Cruz. “Venga a recogerme mañana miércoles, a las 19:00”, dice y se para, extiende la mano y se despide en la puerta de su casa ubicada en el barrio que es considerado como uno de los más peligrosos de Copiapó. La Policía patrulla constantemente y varias veces ha encontrado vehículos robados y ventas de droga.
La noche de ese martes Los Mamani asistieron a la boda de Claudio Yáñez, otro de los 33 mineros, que se casó con Cristina Núñez, la mujer a la que le prometió matrimonio cuando él estaba a 700 metros debajo de la tierra.
Llegó a las 19:00 del miércoles y Carlos Mamani no estaba en su casa. “Estoy en el acto cívico. La Alcaldía me está distinguiendo”, dijo por teléfono y aseguró que en 10 minutos se haría presente. El vuelo estaba marcado para las 21:15 y el aeropuerto queda a 45 minutos de la ciudad.
Mamani cumple su palabra y con él viajan su esposa y su Emily. En el aeropuerto de Copiapó empiezan a reconocerlo y los pedidos de autógrafo y el interés por sacarse foto con el héroe boliviano recorren por la sala de la terminal y después por el pasillo del avión. “Ahí está el minero sobreviviente”, decían y se le acercaban para que se deje fotografiar.
Cuando llegó al aeropuerto Viru Viru a las 2:00 del jueves. agentes de Migración lo sacaron de la fila que los pasajeros deben hace para registrarse y así evitarle la fatiga. Carlos Mamani ingresó al país con su carné chileno. Tiene radicatoria en el vecino país.
El hotel Buganvillas les obsequió dos noches de alojamiento en una suite de lujo y a él le hicieron firmar el libro de los huéspedes ilustres como lo fueron Julio Iglesias, David Guetta, entre otros.
Durante la tarde del jueves los Mamani salieron a recorrer la ciudad en un vehículo y Verónica Quispe miraba risueña y decía que siempre quiso conocer Santa Cruz.
Por la noche, Carlos Mamani, en el salón Pedro y Rosa de EL DEBER, habló después de recibir el Patujú de bronce. Dijo que él no sólo representaba a los 33 mineros de Atacama, sino también a los miles que hay en Bolivia y en el mundo, a esos hombres anónimos que todos los días entran a los socavones y que no saben si saldrán vivos o muertos.
El silencio gobierna en Esperanza
Piedras, un cielo blanco y un sol amarillo es lo que queda en el campamento Esperanza de la mina San José. De la pequeña población que allí se había levantado entre el 5 de agosto y el 13 de octubre no existe ni su sombra.
No están las casas rodantes ni las carpas en las que durmieron los familiares de los 33 mineros que sobrevivieron al derrumbe de la veta de cobre.
Tampoco se encuentran las banderas que se colocaron en la cima de una montaña desde donde se puede ver y sentir la bravura del desierto de Atacama, considerado uno de los más secos del mundo.
Los servicios de primera necesidad tampoco están: la conexión a Interner ha desaparecido. El único indicio de que ahí alguna vez hubo agua es una botella de agua mineral que está tirada en la planicie donde antes se encontraba el famoso casino, donde almorzaban los familiares de los mineros.
En el trayecto entre Copiapó y el campamento tampoco hay los controles que ejercían los carabineros durante esos días en los que se esperaba el desenlace del milagro.
Por aquellos días, sólo podía ingresar a la zona quien tenía una credencial otorgada por la Gobernación. Alquilar un vehículo era tan complicado como encontrar espacio en los alojamientos.
El deseo que tenía un grupo de vecinos de Copiapó de convertir el campamento Esperanza en un museo para mostrar a las futuras generaciones cómo es que Chile luchó por la vida de 33 hombres, sólo ha quedado en eso, en deseo.
Ahora sólo gotean una o dos decenas de turistas durante los fines de semana, según explicaron en la caseta de carabineros que impide el ingreso a la mina que se encuentra clausurada por el Gobierno.
Los turistas caminan por ese desierto donde antes estaba el campamento Esperanza y se paran a leer las piedras con inscripciones que fueron hechas a mano por las esposas y los hijos de los mineros. Lo que se lee son oraciones y deseos de un pronto reencuentro.
No hay comentarios:
Publicar un comentario