Una década atrás y en un papel dedicado a la reinversión y administración regional en minería, publicado en la prensa local y recopilado en mi último libro (De oro, plata y estaño, Plural 2014, pp. 331 y siguientes) proponía esos dos conceptos como pilares en los que debería sustentarse el desarrollo del sector minero nacional. Aunque la reinversión se aplica ahora en algunos sectores productivos y financieros (con resultados muy buenos), en minería se ha hecho muy poco y se reduce a la coparticipación del Servicio Nacional de Geología y Minería (Sergeomin) del 10% de la regalía minera departamental (Arts. 81 y 229 de la Ley 535), monto destinado específicamente a exploración de nuevas áreas mineralizadas. La administración regional nunca se implementó pese a su consonancia con los postulados constitucionales sobre autonomías, es más, la minería en todas sus fases depende del nivel central del Estado (Art. 8 de Ley 535). Una de cal y una de arena.
Como enfatizo siempre en esta columna, la minería debe tratarse como negocio y su inserción al circuito global de capitales que mueven esta actividad, como un parámetro que puede darle la funcionalidad que todo operador espera. Sea el Estado o los privados los que operen el sector, el manejo corporativo de los emprendimientos es el único camino que nos llevará a emular la única aventura exitosa de la minería nacional en el siglo XX cuando la General Tin Investment (90% de capitales bolivianos) llegó a ser una de las mayores inversionistas a escala global. Siempre a contracorriente con las tendencias globales hoy el país tiene una legislación que favorece la minería informal y pese a sus postulados, no llega a potenciar la estatal Comibol a niveles corporativos, peor aún llevarla a invertir en negocios de ultramar.
Es ilustrativo de lo que antecede el tratamiento que se da a proyectos como Mallku Khota, estatizada aún antes de ser una mina o Amayapampa y Capasirca, un añejo emprendimiento aurífero en el recóndito norte potosino que hace 20 años ya tenía un estudio de factibilidad y que por presiones sociales(hay que lidiar con al menos nueve ayllus, 46 comunidades y 16 cabildos del área de influencia del proyecto) y también presiones de algunas cooperativas; nunca pudo avanzar pese a las muchas empresas mineras nacionales y de ultramar, que hicieron a su turno los mejores intentos. Revertida al Estado por motivos de conocimiento público, se acude a una solución salomónica y se pretende que Comibol implemente una pequeña operación de alrededor de 150 toneladas diarias (el proyecto estaba diseñado para una operación de al menos 1.500 ton/día) para mantener las fuentes de trabajo que implementó la empresa ex concesionaria y bajar el nivel de conflictividad en la zona (Capasirca ya es operada por un grupo de trabajadores llamados locatarios).
En ambos casos el futuro es incierto y en los hechos se está destruyendo años de trabajo e investigación en aras de intereses y presiones sociales que interponen afinidades políticas a razones técnicas, para acceder a un patrimonio ajeno. En ambos casos, dos proyectos de clase mundial se manejan con la lógica de la minería informal dominante en el país. Lo mismo se puede decir del manejo de los proyectos estrella del salar de Uyuni y/o del Mutún, ni potosinos ni cruceños tienen vela en este entierro, el centralismo acapara y decide la suerte de cada etapa de estos emprendimientos, se desconoce el perfil económico que pretenden concretar en cada caso y no se sabe si estos proyectos estrella serán económicamente sostenibles y rentables y/o si serán un canto a la bandera, como muchos otros a lo largo de nuestra historia.
Es hora de volver a la vieja receta, reinvertir y delegar la administración a las regiones, alejar la burocracia centralista de los proyectos mineros.
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